La flor del Oeste by agathha

 

 

 

La flor del Oeste by agathha
Summary:

El mundo placentero de Sakura, hija del señor de Carrisford, se desmorona una noche cuando la violencia y la muerte irrumpen en su castillo.

 

Muerto su padre, conquistada su tierra, Sakura se convierte en el más preciado botín de guerra: cualquiera que se case con ella se convertirá en el más poderoso señor feudal. Lady Sakura necesita un defensor, y la única elección segura es la del bastardo Sasuke. Un hombre fuerte y un gran luchador, pero cuya rudeza y falta de miramientos lleva a Sakura a pensar que, quizás, ha reemplazado a un monstruo por otro igual de terrible. Mientras se acerca la batalla, la joven no sabe si el temblor que sacude su cuerpo cuando él está cerca es fruto sólo del miedo, o de algo muy diferente que nunca había experimentado...

 

 

 

 

 

 

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

 

 

 

SakuraxSasuke

 

 

 

A TODOS LOS QUE VENIAN SIGUIENDO LA HISTORIA LES PIDO MILES Y MILES Y MILES DE DISCULPAS. NUNCA HASTA HOY ME HABIA DADO CUENTA QUE LOS CAPITULOS SE SUBIAN POR LA MITAD. LO SIENTO SEGURAMENTE SE PERDIERON MUCHAS COSAS DE LA HISTORIA POR MI DISTRACCION!! ACA VUELVO A SUBIR LOS CAPITULOS, PERO ESTA VEZ COMPLETOS!


Categories: ANIME/MANGA, NARUTO Characters: Ninguno
Generos: Accion/Aventura, Romance
Advertencias: Lemon, Muerte de un personaje
Challenges:
Series: Ninguno
Chapters: 67 Completed:Word count: 124558 Read: 30222 Published: 12/08/2011 Updated: 01/11/2011
Summary:

El mundo placentero de Sakura, hija del señor de Carrisford, se desmorona una noche cuando la violencia y la muerte irrumpen en su castillo.

 

Muerto su padre, conquistada su tierra, Sakura se convierte en el más preciado botín de guerra: cualquiera que se case con ella se convertirá en el más poderoso señor feudal. Lady Sakura necesita un defensor, y la única elección segura es la del bastardo Sasuke. Un hombre fuerte y un gran luchador, pero cuya rudeza y falta de miramientos lleva a Sakura a pensar que, quizás, ha reemplazado a un monstruo por otro igual de terrible. Mientras se acerca la batalla, la joven no sabe si el temblor que sacude su cuerpo cuando él está cerca es fruto sólo del miedo, o de algo muy diferente que nunca había experimentado...

 

 

 

 

 

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

 

 

 

SakuraxSasuke

 

 

 

A TODOS LOS QUE VENIAN SIGUIENDO LA HISTORIA LES PIDO MILES Y MILES Y MILES DE DISCULPAS. NUNCA HASTA HOY ME HABIA DADO CUENTA QUE LOS CAPITULOS SE SUBIAN POR LA MITAD. LO SIENTO SEGURAMENTE SE PERDIERON MUCHAS COSAS DE LA HISTORIA POR MI DISTRACCION!! ACA VUELVO A SUBIR LOS CAPITULOS, PERO ESTA VEZ COMPLETOS!

 


Categories: ANIME/MANGA, NARUTO Characters: Ninguno
Generos: Accion/Aventura, Romance
Advertencias: Lemon, Muerte de un personaje
Challenges:
Series: Ninguno
Chapters: 67 Completed:Word count: 124558 Read: 30222 Published: 12/08/2011 Updated: 01/11/2011
Story Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Story Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Capítulo 1 by agathha
Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley


Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley


Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Inglaterra 1101


 


Inmóvil en la fría oscuridad, Sakura de Carrisford se estremecía al escuchar los horribles ruidos sordos. Ni siquiera aquí, en los pa­sadizos secretos de su castillo, era capaz de eludir el distante choque de armas, los rugidos de furia bélica, las frenéticas órdenes vocife­radas y los aullidos de terror.


Aullidos de muerte.


El clamor desvelaba horrores que superaban la imaginación, pero la pequeña mirilla revelaba únicamente la hermosa gran sala del castillo de Carrisford, vacía, intacta y, gracias a la iluminación de antorchas y velas, áurea. Allí, la única violencia figuraba en los pre­ciados tapices, cuyos guerreros de seda luchaban con espadas de hilo de oro.


Los criados habían desmontado las mesas sostenidas por caba­lletes, pero la recia mesa de roble permanecía sobre la tarima, con sus dos sólidas sillas, la de Sakura y la de su padre.


Su padre había muerto.


Una jarra de vino y unas copas evidenciaba la reunión tan brus­camente interrumpida, en la cual ella y los oficiales de su padre ur­dían tristes pero ordenados planes para el futuro. El vino tinto de una copa de plata caída empapaba la madera y goteaba sobre la este­rilla de juncos.


He allí el único indicio del tumulto.


La pacífica y familiar estancia tentaba a Sakura a abandonar su oscuro escondrijo, pero no se movió. Sir Gilberto de Valens, el mariscal de su padre, la había arrojado al hueco secreto entre las paredes y le había rogado que permaneciera allí a toda costa. Fueran quienes fuesen, seguro que los invasores venían en busca de una sola cosa: el Tesoro de Carrisford.


O sea, la propia Sakura. La heredera de la vasta riqueza y todos los dominios de su padre.


El pasadizo secreto resultaba tan estrecho que la mayoría de los hombres apenas podría atravesarlo de lado. Si bien ella no era tan ancha como un hombre, su cuerpo rozaba a veces las paredes, y la humedad que rezumaban las enormes piedras se le colaba en el ves­tido y la dejaba helada.

 


O acaso lo que la dejaba helada fuese el terror.


Tal vez, incluso, se debiera a la tortura de la espera.


En lugar de esconderse aquí, acobardada, Sakura habría prefe­rido, con mucho, encontrarse en medio de la refriega. Como ama de Carrisford, debía estar con sus gentes, ¿no?


Los habían invadido. Pero ¿cómo?


Carrisford era una enorme e inexpugnable fortaleza. Según su padre, resistiría un asalto de Inglaterra entera.


Contuvo un gemido. Su padre estaba muerto.


El dolor, vivo y profundo, causado por tan reciente pérdida, se acrecentó y se impuso sobre los horrorosos sonidos. ¿Cómo pudo Bernardo de Carrisford, poderoso señor del Oeste de Inglaterra, fallecer tan pronto de una herida menor recibida mientras cazaba?


Según el padre Wulfgan, era obra de Dios. Su capellán le insistió en que tomara nota de que semejante destino podía abatir tanto a los poderosos como a los humildes. Probablemente tuviese razón. La herida producida por una simple cuchillada enconó tanto y tan de repente que ni el hierro al rojo vivo ni las cataplasmas, ni la betóni­ca palustre ni el agua bendita lograron evitar que la infección se extendiera y, con ella, una fiebre muy alta.


Durante su agonía, Bernardo dictó al rey una carta suplicándole su protección; luego ordenó sellar bien el castillo y prohibió la admi­sión de todos, poderosos o humildes, aparte del enviado del rey. Lo hizo con el fin de salvaguardar a su vulnerable hija única, que, a sus dieciséis años, podría caer en manos del primer desaprensivo que se enterara de la noticia; de su única hija, que temblaba ahora en aquel oscuro y frío agujero.


Parecía imposible, pero ocurrió. Antes de que la tierra se asenta­ra sobre la tumba de lord Bernardo, un hombre avaricioso lo supo, vino y entró. Sólo podía ser resultado de una traición. Ésta, sin embargo, era una cuestión que tendría que dilucidar más tarde. De momento, el deber de Sakura consistía en eludir su brutal cortejo.


El clamor aumentó. Sakura se encogió y se alejó de la mirilla. Luego cerró bien los ojos y aguzó el oído para captar lo que ocurría fuera. Un grito agudo indicó la proximidad de la violencia. ¿Sería su tía Constancia? Imposible. ¿Quién heriría a una dama tan dulce y amable?


Sakura dio gracias a Dios de que hubiera pocos inocentes que pudieran sufrir semejante asalto. Sus dos compañeras de infancia acababan de marcharse para desposarse y el escudero y los pajes de su padre se habían ido a sus casas el día anterior, después del funeral.


Sólo quedaba la tía Constancia.


Ojala se hubiese encontrado en la sala cuando sonó la alarma. Pero a la entrañable dama no le interesaban los asuntos políticos y se hallaba en su querido jardín. Sólo Dios sabía lo que le estaría suce­diendo ahora.


Dios del Cielo, ¿qué ocurría?


Desde la mirilla, Sakura vio que una de las grandes puertas de la gran sala se abría de golpe y sir Gilberto Valens entraba, tambaleán­dose del agotamiento y la debilidad provocados por varias heridas. No había tenido tiempo de ponerse la cota de mallas; su cabeza des­cubierta sangraba y le empapaba la túnica desgarrada. La espada le colgaba de la mano derecha, y de la izquierda, inútil ya, caían, con hipnotizante regularidad, gotas de sangre.

 


Petrificada, Sakura contempló las gotas escarlatas, una tras otra. Ahora que se enfrentaba al verdadero rostro de la violencia, se sintió más aterida que espantada. Supuso que estaba a salvo, tanto como era posible estarlo. Sólo la familia y algunos de los criados más antiguos conocían los pasadizos secretos. Un escudo colgado de la pared disfrazaba la mirilla por la que observaba...


Su padre fue el que le enseñó todo esto. Su padre estaba muerto.


Una gota tras otra. Esa herida debía vendarse. Tenía que ayudar a sir Gilberto. Pronto se le iría la vida, gota a gota, en las esteras y, como ama de Carrisford, Sakura estaba obligada a socorrer a los enfermos y a los heridos. Nada más empezar a pensarlo, la puerta entornada volvió a abrirse de golpe y rebotó contra la pared. En el umbral apareció un ogro, seguido de una vociferante y villana horda.


¡Kisame de Warbrick!


Era un gigante: alto y corpulento. Bajo la cota de mallas, la abul­tada tripa semejaba el embarazo de un monstruo; caminaba con las piernas separadas, tan parecidas a troncos de árboles, que no podían juntarse.


Kisame. Vil Kisame, brutal hermano del infame Sabuza de Belleme...


Cuando se presentó a cortejar a Sakura, ataviado en satén y ter­ciopelo, a ella le costó no echarse a reír frente a semejante tonel. Ahora, sin embargo, no tenía nada de gracioso. Sin duda era cierto cada uno de los rumores acerca de su bestial crueldad y su fuerza sobrehumana.


Y venía a casarse con ella.


— ¡Ja! Sir Gilberto —rugió—, ¿dónde está ese bonito bocado?


—Lady Sakura se ha marchado ya para alojarse con el rey —contestó con voz débil el interpelado—. Dejadnos en paz, lord Kisame.


Kisame avanzó hacia el caballero. Gilberto alzó la espada, pero ésta osciló. Kisame le cogió la muñeca con su manaza y lo contro­ló con toda facilidad.


—Mentís. He hecho vigilar todos los caminos en los últimos días. La única persona que ha salido hacia el Este es el mensajero que enviasteis al rey en busca de su protección para la moza.


Gilberto cayó de rodillas. Sakura sintió que sus propias piernas cedían de miedo. Si Kisame conocía el mensaje, lo había parado. Nadie vendría a auxiliarlos.


Kisame cogió al hombre mayor del cuello.


— ¿Dónde está?


—Se ha marchado —logró pronunciar Gilberto.


— ¿Adónde?


El asqueroso rostro de Kisame se puso morado de rabia en tanto sacudía a Gilberto, como lo haría un perro con una rata.


Lo único que se oyó fue un silbido. Con un gruñido desdeñoso Kisame arrojó al anciano a un lado. Horrorizada, Sakura fijó la vista en el amigo y vasallo de su padre. Tenía la garganta aplastada.


Se echó a temblar. No podía evitarlo. Estaba segura de que los hombres oirían sus dientes que castañeteaban como si fueran a rom­perse.


Se sentía incapaz de moverse. Incapaz de pensar.

 


Una mujer entró corriendo en la sala; huía del terror pero encon­tró algo peor. Era Janine, la doncella de mediana edad de Sakura. Se paró en seco y trató de retroceder, pero dos soldados la atraparon.


Siguiendo las órdenes de Kisame, la echaron sobre la mesa, le levantaron las faldas sobre la cabeza, amortiguando así sus gritos y súplica fútiles. Le inmovilizaron y separaron las piernas que no deja­ban de patalear. Kisame se abrió las ropas, liberó un monstruoso falo, se lo ensartó y la arremetió repetidamente. Con el primer asal­to Janine chilló, pero luego sus gritos siguieron el hipnótico compás de los embates de Kisame.


Soltaba breves, estridentes y desesperados lamentos. Él gruñía. Su repulsivo cuerpo la embestía y embestía y embestía.


Sakura se dio cuenta de que ella misma gemía, horrorizada, siguiendo el ritmo de la violación. Se metió un puño en la boca para que no la oyeran, pues si la pillaban su propio destino sería el que estaba presenciando.


Se imaginaba que Kisame la desposaría antes de tumbarla y asaltarla, pero en ello estribaría la única diferencia. Si luchaba contra él ordenaría a sus rufianes que la sujetaran, de eso no le cabía duda.


Por mucho que anhelara desviar la vista, la parálisis se lo impe­día. Hacerlo equivaldría a abandonar a Janine, abandonar el cuerpo ya frío de sir Gilberto.


Observó a Kisame arreglarse la ropa y hacerle un gesto de la cabeza a uno de los captores de Janine. Éste esbozó una malévola sonrisa y repitió el crimen de su amo. Los chillidos de la doncella se transformaron en un gemido de desesperación, más pavoroso, con mucho, que sus lamentos anteriores.


Sakura ya no aguantaba. Sir Gilberto le había dicho que perma­neciera en el pasadizo secreto, pasara lo que pasara, pero sir Gilberto estaba muerto. Lo que Kisame deseaba era a Sakura y si ella se rendía, cesarían los horrores. Dejarían en paz a Janine. Echó a andar, caminando de lado por el estrecho espacio, hacia la entrada del pasa­dizo.


La idea de rendirse a Kisame le hizo subir la bilis, sí, y también le supuso un inmenso alivio la de ponerse en acción. Después de todo, tal vez lograría evadirse antes de que se llevaran a cabo todos los trámites para el matrimonio. De lo contrario, pensó, siempre podría suicidarse.


Lejos de la mirilla, la luz escaseaba, pero sabía que con sólo seguir el pasadizo encontraría la salida debajo de la escalera del Oeste. Avanzó a tientas, agradecida por la oscuridad que la rodeaba: nada que ver, poco que oír y, por fin, algo que hacer.


Un rayito de luz le informó que se hallaba cerca de la salida. Se apresuró.


De repente, la luz se apagó. Sakura soltó un gemido y se encogió.


—Milady —susurró una persona.


— ¿Siward? —Le flojearon las piernas de alivio—. ¡Ay, Siward! No podemos dejar que esto continúe. Debo rendirme a Kisame.


—Me temía que eso estaríais pensando —comentó su senescal y a continuación le propinó un puñetazo en la mandíbula. Y eso fue lo último que ella supo.


 


 


Sakura volvió en sí en el bosque. Si bien atenuada por la luna, la oscuridad se profundizaba bajo el dosel de los árboles. Lo primero que sintió fue el palpitante dolor de la mandíbula; se la frotó, sin dejar de mascullar comentarios muy poco halagüeños para el perpe­trador.

 


Entonces lo recordó. Sir Gilberto.


Janine.


Kisame.


Siward debió de obligarla a beberse una pócima para mantener­la tanto tiempo inconsciente; quizá por ello se sentía tan entume­cida, cosa que le daba una sensación de alivio. Quizá su mente evo­caría una y otra vez las escenas de horror que había presenciado, y creía que lo haría el resto de su vida, pero eran como pantomimas: no podían herirla.


Al menos no mucho. Los dientes le castañetearon de nuevo y cerró bien la boca para evitarlo.


E hizo una mueca de dolor.


Mareada, se tapó la cabeza con las manos. ¿Qué estaría ocu­rriendo ahora en el castillo, su hermoso y tranquilo hogar?


Su mente esquivó la idea.


Alzó la mirada y vislumbró a Siward, sentado cerca de ella. Unas cuantas figuras apenas discernibles probaban que otras personas habían logrado huir.


—Siward —susurró—, lo que has hecho es terrible. ¿Qué le sucederá a mi gente mientras Kisame destroza Carrisford buscán­dome a mí?


Al verlo con los hombros hundidos, Sakura se percató de que Siward era ya un anciano, demasiado acostumbrado a una vida orde­nada, que, sin embargo, se enderezó y habló con firmeza al escu­charla.


— ¿Qué le pasará a vuestra gente si Kisame os obliga a despo­sarlo y se convierte en señor de Carrisford, milady? Sir Gilberto me encomendó manteneros a salvo y eso haré. Debéis permanecer fue­ra de las manos de ese demonio.


Sakura se apretó la cara con las manos. Sin duda tenía razón. Lo quisiera o no, ella era la señora de Carrisford y la heredera del casti­llo. Al ser la pieza clave para la posesión de grandes riquezas y gran poderío, tenía que actuar por el bien de su gente. Un gobernante estaría dispuesto a sacrificar a unos pocos por el bien de muchos.


¡Pero qué difícil resultaba! No era capaz de olvidar a su doncella suplicando piedad y auxilio...


—Janine —gimió—. ¿Viste...? Ay, Siward, ¿viste...?


Sin decir una palabra él la recogió en sus brazos, donde ella tiri­tó, presa de una emoción que ni las lágrimas podían expresar.


Nunca había experimentado la violencia y ese día casi se ahogó en ella. Nunca había presenciado el acto sexual entre un hombre y una mujer; sin embargo, ahora tenía grabada la imagen y le resona­ban los ruidos que aquél conllevaba.


Un día se vería obligada a hacerlo con un hombre...


Ahuyentó la idea antes de volverse loca. Kisame, no. Al menos que no fuera Kisame. Si conseguía mantenerse fuera de su alcance, quizá pudiera aguantar el acto sexual. No era posible que todos los hombres fueran tan viles y asquerosos.


La voz de Siward interrumpió sus escalofriantes pensamientos.


—No podemos quedarnos aquí, milady. No es seguro. ¿Adónde podemos llevaros?


Sakura lo miró, conmocionada. Creía que su gente lo tenía todo planificado y hete aquí que le pedían consejos.


No tenía la menor idea de qué hacer.

 

End Notes:

LES PIDOOO MILLOOONES DE DISCULPAS!!!1

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LES PIDOOO MILLOOONES DE DISCULPAS!!!1

Regresar al índiceCapítulo 2 by agathha
Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

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Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Dos días antes era todavía la hija mimada de Bernardo de Carrisford, gran señor de Gloucesteshire. Sus jornadas consistían en una ordenada sucesión de música, costura, cetrería y lectura de los preciados manuscritos que su padre poseía.


Hasta la primavera anterior, su futuro estaba planeado para conti­nuar con la misma pauta segura, pues a los diez años la comprometieron con lord Sai de Huntwich. Agradable y competente, quince años mayor que ella, éste sin duda le habría asegurado la paz toda la vida.


La trataba con la misma amable indulgencia con que la trataba su padre y se avino a esperar a que se convirtiera en mujer para llevár­sela a casa. Eso ocurrió en abril y fijaron la fecha de la boda para el 20 de octubre, el día que Sakura cumplía diecisiete años.


Sin embargo, en junio Sai consumió pescado en mal estado y la diarrea lo mató.


Sir Bernardo le dio la noticia a Sakura, incómodo y torpe, temiendo que semejante alteración de sus planes la conmocionaría e irritaría, que la pérdida de un amigo le dolería.


—Debería de haber sido más sensato —farfulló—. Ahora habrá problemas y con tanta inestabilidad no estoy de humor para buscar­te marido.


Sakura comprobó en silencio que no lamentaba mucho dicha muerte.


—Que Dios lo tenga en su seno —dijo, satisfecha por tener manos y ojos ocupados en la costura—. ¿Qué va a ocurrir ahora?


Lord Bernardo soltó una repentina risita y se dejó caer en una silla.


—Todos los solteros vendrán a olfatearte, cariño. —Agitó el per­gamino que llevaba en la mano—. Algunos ya han tomado la delan­tera. Aquí tienes una educada nota de pésame escrita por el Conde Madara de Lancaster en la que dice que vendrá la semana que viene.


Sakura alzó la mirada bruscamente.


— ¡Lord Madara! Pero si su hijo es demasiado joven.


—Sí, pero recuerda que su esposa murió en Navidades y ahora busca otra. —Sin duda Bernardo vio una sombra de duda cruzar sus ojos—. Sólo le saca un par de años a Sai, Sakura, y es un hombre poderoso. Te mantendría a salvo.


A Sakura le caía bastante bien el conde Madara, un cono­cido de su padre: otro hombre corpulento y poderoso que pisaba con pies de plomo el campo minado de la política enmarañada de Inglaterra. Pero, como marido, no le apetecía. En su opinión, era más taimado que astuto; sus atuendos, demasiado ostentosos y sus manos, demasiado blandas. Por mucho que la protegiera su padre, le gustaban los hombres honrados y luchadores. Él mismo era un opo­nente honrado y aún era capaz de ganar en cualquier liza.


No se inquietó, ya que su padre no la obligaría a un casamiento que no le agradara.

 


— ¿Tengo ya otros pretendientes? —La atrajo la idea de que la cortejaran; a los diez años, el tema no le interesaba mucho, pero aho­ra podría ser divertido.


Con gran astucia, lord Bernardo enumeró una lista de hombres que sin duda harían lo que pudieran para ganarse, para ellos o para uno de sus hijos, a una de las herederas más acaudaladas de toda Inglaterra.


—No voy a tomar ninguna decisión todavía, cariño. No estoy seguro de la habilidad de Enrique Beauclerk para mantenerse en el trono. Yo le juré fidelidad y cumpliré mi palabra, pero no sé lo que harán los demás. Si el día de San Miguel todavía conserva la corona, veremos quiénes ostentan el poder.


A la sazón no había transcurrido ni un año desde el ascenso al trono del nuevo rey, Enrique I, llamado Beauclerk. Su hermano mayor, Roberto, duque de Normandía, todavía se oponía a la suce­sión y estaba reuniendo una flota con el fin de invadir Inglaterra, como lo hiciera su padre, Guillermo el Conquistador.


Sakura se estremeció.


— ¿Tendrás que luchar, padre?


Éste se encogió de hombros con expresión cansina.


—Todos hacemos lo que tenemos que hacer, hija. Nunca lo olvi­des. Por más que te ampare, sin duda llegará el momento en que ten­drás que hacer de tripas corazón para mantener nuestro honor y hasta para sobrevivir. —Se levantó, haciendo palanca con los brazos, y le dio una palmadita bajo la barbilla—. De momento, diviértete. No dudo que los poderosos de Inglaterra vendrán por aquí a pavonearse ataviados en sedas y tisú. Mientras sea un hombre de honor, puedes elegir el que te apetezca.


Sucedió lo que predijera su padre. Sakura disfrutó de un agra­dable verano recibiendo a los solteros de Inglaterra ataviados en sedas y tisú.


Y en julio el duque de Normandía invadió el país y lord Bernardo fue a apoyar a su rey. Los cortejos cesaron. A principios de agos­to el duque Ricardo, amilanado por Enrique y sus paladines, cruzó de nuevo el Canal de la Mancha con el rabo entre las patas.


Lord Bernardo y sus hombres regresaron sin un rasguño y a Sakura volvieron a rodearla entusiastas pretendientes. Se lo pasaba tan bien que su padre no la presionó para poner fin al desfile.


Visto en retrospectiva, fue un error.


De estar vivo sir Sai, o de estar legalmente comprometida Sakura, Kisame no se habría atrevido a llevar a cabo un cortejo tan brutal y burdo. Poco había ahora que le impidiera obligarla.


Sakura había eludido la trampa, de momento. Se estremeció al pen­sar en lo que sería su vida en manos de Kisame. Sólo lo superaba en crueldad su hermano Sabuza, cuya primera esposa murió violentamen­te y cuya segunda esposa, Inés de Ponthieu, huyó de él, destrozada.


Sakura se dio cuenta de que había sufrido un ataque de locura momentánea cuando se planteó entregarse a Kisame. ¿Qué la hizo pensar que esperaría a que se celebrara la boda para hacerla suya? Si caía en manos de un hombre despiadado y descreído, éste la violaría y la mantendría presa hasta que estuviesen listos todos los trámites. Se preguntó si el mismísimo rey tendría el poder para anular seme­jante alianza.


Se aferró a Siward. Hubiese querido meterse en el suelo del bos­que y ocultarse bajo las hojas, como la criatura perseguida en que se había convertido. Pero, como dijera Siward, allí no estaban a salvo. En cuanto Kisame comprobara que no se hallaba en el castillo, la bus­caría aunque tuviera que poner todo Gloucestershire patas arriba.

 


Necesitaba que la protegiera una persona con el mismo poder que Kisame.


Siward le acarició la cabeza.


—Podríamos tratar de llevaros con el rey por el Este, milady —sugirió en tono dubitativo, y con razón, pues los dominios de Kisame se hallaban al Este y sus hombres vigilaban los caminos.


Sakura se recordó que era la heredera de su padre, tanto de sus responsabilidades como de su riqueza. Se apartó del abrazo de Siward y se obligó a reflexionar, a convertirse en jefa.


—No. Es el camino que Kisame vigilará más. Además, ¿quién sabe dónde se halla el rey o si podrá auxiliarme? Lo más probable es que esté vigilando la costa por si su hermana cambia de opinión y regresa. Tendríamos que caminar al menos una semana para llegar a Londres y aunque Kisame no nos detuviera, me temo que corre­ríamos otros peligros. —Miró en derredor—. ¿Escaparon algunos de los hombres de armas de mi padre?


—Ninguno que yo sepa, milady.


Estaban totalmente indefensos. Aunque Sakura nunca en su vida había salido del castillo sin guardias que la escoltaran, y aunque se sintiera desnuda frente al mundo, se esforzó por prestar firmeza a su voz al proponer:


—Entonces, hemos de buscar ayuda más cerca.


Siward meneó la cabeza.


—Pero ¿dónde, milady? Al Norte y al Este están KIsame y Sabuza. Al Sur está sir Kyle y al Oeste está Cleeve.


Sakura se estremeció. Puesto así, no había mucho para poder escoger.


—Sir Kyle no me haría daño —manifestó al pensar en el anciano caballero que regentaba el castillo de Breedon para el conde Madara.


—Me temo que tampoco mucho bien, milady. Sabéis que es un anciano y, para colmo, nervioso. Ha estado a salvo porque nadie tenía razones para provocar la furia de Madara, pero vos sí serías una buena razón para que Kisame se arriesgara a asaltarlo. Si Kisame y sus chacales acudieran a las puertas de Breedon, el viejo Kyle os entregaría.


—No puede ser —protestó Sakura. Aun a sabiendas de que tenía razón, deseaba evitar la fuente más obvia de auxilio—. ¿Creéis que debo ir a Cleeve? —susurró—. ¡Pero está en manos del que lla­man Sasuke, el Bastardo!


—Cleeve es vuestra única oportunidad de salvaros de Kisame, a menos que queráis esconderos en el bosque hasta que llegue el rey.


Un búho ululó y un animalillo correteó entre la maleza. Sakura se sintió como dicha criatura, ocultándose frenéticamente de los depredadores.


Ahuyentó una imagen tan timorata. Después de todo, era Sakura de Carrisford, una loba acorralada, no un conejo. Lo que precisaba era un aliado.


— ¿Es Sasuke tan implacable como dicen?


Siward se frotó la larga nariz.


—No lleva suficiente tiempo por aquí para saberlo, milady.


Llegó apenas en enero. Y no ha pasado mucho tiempo por aquí, ya que ha ayudado al rey a derrotar al duque. Lo único que sabemos de él son rumores y chismes. Sabéis que puede que sea hijo del vie­jo Fugaku de Cleeve, criado en Francia. Vino con el nuevo rey y vino a ver a su familia, por así decirlo. Itachi, su hermano debilu­cho, era todavía lord, pero cuando murió, el rey le otorgó el casti­llo a Sasuke.

 


Sakura sabía eso y más. Según los rumores, el bastardo Sasuke mató a su hermano mayor. Lord Bernardo no había comentado gran cosa al res­pecto, y Sakura estaba demasiado ocupada coqueteando con sus pretendientes para darle mucha importancia. El viejo Fugaku de Cleeve y su hijo Itachi eran tan desagradables que Carrisford no quería tener nada que ver con ellos.


—Seguro que la gente de la zona se ha formado una opinión —dijo Sakura.


Siward se encogió de hombros.


—Es joven, dicen, pero ha probado su valor en la guerra y en las lizas y es íntimo del rey.


Un hombre capaz de enfrentarse a Kisame y Sabuza, tal vez. Pero ¿qué le costaría a ella?


—He oído decir que es un hombre implacable —susurró.


—Sí. Ha tomado firmemente las riendas del castillo de Cleeve, no cabe duda.


Sakura evocó el puño de Kisame en torno al cuello de Gilberto y la bilis casi la atragantó. Se obligó a descartar la imagen.


—Casi parece que lo apruebas, Siward.


—No soy quién para aprobar o desaprobar, milady.


—Lo que quiero saber —señaló Sakura, exasperada— es si consideras que Sakura supone un riesgo menor que Kisame. Sabes que siempre he estado bajo el amparo de mi padre y no sé gran cosa.


—Con Kisame, lo que hay no es un mero riesgo —declaró Siward sin miramientos—, sino la certeza de su maldad. Por lo que dicen, Sasuke es un hombre implacable y un buen soldado. Eso es lo que necesitáis ahora, milady. Probablemente os ayude, pues Sasuke y Kisame llevan peleados mucho tiempo. Además, Sasuke es leal a nuestro monarca y Sabuza y su familia son una espina que tiene clavada el rey Enrique. Yo diría que Sasuke es lo bastante rico, fuerte y valiente para enfrentarse a Kisame, si lo decide, y quizás hasta para vengaros por lo que os ha hecho hoy. Viajes y turismo


Venganza.


Nada más oír la palabra, Sakura supo que eso deseaba, y con desesperación. Habían saqueado su hogar de la manera más vil. A su gente la habían torturado, violado y asesinado en masa. Quería que le devolvieran su castillo, pero, más que eso, quería ver a Kisame morder el polvo por lo que había hecho.


Para ello pagaría cualquier precio.


Se enderezó.


Entonces más vale que vaya a ver a Lord Sasuke y le pida ayuda. Ahora veamos cómo puedo llegar allá a salvo.

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Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

El día siguiente, cuando empezaba a ponerse el sol, una pareja de ancianos cojeaba al borde del camino que llevaba al castillo de Cleeve. Era más prudente caminar por allí, pues el camino en sí es­taba muy transitado y los caballos y los carros levantaban grandes nubes de polvo. Los que iban y venían del sobrio castillo sobre el risco pertenecían, en su mayoría, a las fuerzas armadas.

 


 


El peso de un enorme fardo encorvaba al hombre, sucio y de cabello cano. Aunque oculto por un mugriento pañuelo blanco, el pelo de la mujer tenía todo el aspecto de ser igualmente gris. Pese a su aire de vieja bruja, no podía ser tan vieja como él, pues a todas luces estaba en las últimas etapas del embarazo. Ella iba encorvada también bajo un bulto casi tan grande como el de su pareja y cojea­ba tanto como él.


 


Sakura alzó la mirada en cuanto el castillo estuvo a la vista y lo único que sintió fue alivio. Ya le daba igual que la aguardara el mis­mísimo demonio: se sentía incapaz de dar un paso más y, de no haber sido por el rígido y sólido bastón que Siward le había confec­cionado, se habría rendido mucho antes. Sus pies eran bolas tortu­radas en el extremo de unas piernas entumecidas por el agotamiento, y la espalda parecía pedirle a gritos que volviera a enderezarla.


 


Sin embargo, el disfraz resultaba adecuado, pues se encontraron con los hombres de Kisame, que buscaban a Sakura de Carrisford entre todos los viajeros. Frente a su intenso escrutinio, ésta se alegró de que Siward insistiera en cada detalle. El resto de la jornada se sin­tió fatal.


 


Bajo la inmunda tela tenía el cabello grasiento y mugroso, por si alguien decidía alzarle el pañuelo en pos del pelo color rosado del Tesoro de Carrisford. Sustituyó los finos zapatos de piel por burdas tiras de lino, como si tuviera los pies llagados y vendados. Por lo demás, así los sentía en ese momento. Su atuendo, desde la ropa interior, era de lo más pobre y sucio. Su propio hedor le pro­vocaba náuseas; las correas del fardo le rozaban los hombros y la piel le escocía de tantas picaduras de mosquito.


 


Lo peor era la tripa que Siward le fabricó y que le sujetó al cuer­po con las largas tiras anchas con que solían envolverse las embara­zadas. El efecto era el de una mujer en muy avanzado estado de buena esperanza y la artimaña sólo se revelaría si se quitaba las tiras.


 


Fue idea suya, la del embarazo. Se le ocurrió que engañaría aún más a sus perseguidores y la protegería de las violaciones y la cruel­dad. Le serviría no sólo para eso, sino que, y esto era más importan­te aún, si Sasuke resultaba ser más depredador que paladín, no tendría muchas ganas de casarse con una mujer que llevara en el vientre el mocoso de otro hombre, ya que se exponía a tener que reconocerlo como suyo.


 


Si veía que corría el peligro de que la obligara a casarse con él, alegaría que el padre era Sai de Huntwich. Puesto que habían estado legalmente comprometidos, la situación de la herencia estaría tan empantanada que cualquiera vacilaría.


 


En su momento se creyó muy astuta al idear el plan, pero ahora lo maldecía. La bolsa, llena de ramitas y arena no le pesaba al prin­cipio; sin embargo, con el transcurso de las horas fue inclinándole aún más el encorvado cuerpo. Estaba convencida de que ni siquiera un verdadero bebé pesaría tanto.

 


 


Lo único bueno era que ya no le haría falta actuar como una cam­pesina pisoteada en lugar de una joven acaudalada. Consideraba el castillo un refugio. Allí podría descartar los harapos y volver a con­vertirse en lady Sakura, el Tesoro de Carrisford, la Flor del Oeste.


 


Aunque le dolió el cuello al levantarlo, Sakura estudió el casti­llo de Sasuke, el Bastardo. Más sobrio que Carrisford, de líneas menos gráciles, se asentaba sobre una elevación rocosa y lo protegía una profunda y empinada trinchera que llegaba hasta sus altas mura­llas defensivas, cruzada, justo delante de la puerta, por un terraplén apenas lo bastante ancho para que lo atravesara un carro. En tanto ella y Siward se acercaban cojeando, Sakura reconoció que no le agradaría encontrarse en el lugar de un enemigo y tener que cruzar el terraplén bajo el fuego de las armas.


 


Se tomaron un breve descanso antes de abordarlo. El sol empe­zaba a caer y muchas personas entraban y salían del castillo para regresar a sus casas a cenar y a dormir. Con todo, había más activi­dad de la que se hubiera imaginado.


— ¿Qué crees que está ocurriendo? —preguntó a Siward.


— ¿Quién sabe? —gruñó éste, cansado—. Puede que Sasuke acabe de llegar o esté a punto de marcharse.


— ¡Marcharse! —exclamó Sakura, alarmada—. ¡No puede irse ahora!


—No irá a ninguna parte —la tranquilizó Siward—, cuando escuche vuestra noticia. Podéis dejar el fardo, milady, ya estamos a salvo.


Sakura, no obstante, miró el terraplén y la bien custodiada entrada y decidió a favor de la prudencia.


—Parece que dejan entrar y salir con mucha facilidad —murmuró—. Quizá sea más sensato seguir disfrazados hasta que sepamos lo que sucede. Hasta que no descubramos qué se trae Lord Sasuke entre manos, no debería ser difícil averiguar lo que piensa de él su gente.


—Si no pedís ayuda al Bastardo —inquirió Siward, ligeramente exasperado—, ¿qué haréis?


La idea de seguir caminando se le antojaba imposible a Sakura, pero no podía abandonar sus suspicacias. Recordó que su padre solía decirle: «Sigue tu instinto, querida. Tienes un don». Que así fuera. Sería capaz de llevar su carga un poco más.


Echaron a andar pesadamente, detrás de un joven y una mujer que tenían todo el aspecto de ser artistas. Sakura les envidió la lige­reza con que caminaban. Miró hacia abajo y distinguió una mancha de sangre en la tela detrás del pie derecho.


Soltó un gritito y se tambaleó. Siward la sujetó y ella se fijó en que se hallaba en el mismísimo borde de la empinada pendiente. Era tal su agotamiento que zigzagueaba. Mareada, observó las afiladas piedras en el fondo y se alejó del borde, trastabillando. Volvió a mirarse los pies. Le dolían muchísimo, pero no se había dado cuen­ta de que le sangraban.


— ¡Vamos! —Espetó Siward, en su papel—. ¡Muévete, mujer!


Sakura alzó la vista y vio que los actores los contemplaban. No estaba segura de poder continuar, aunque tampoco podía quedarse allí...

 


— ¡Moveos! ¡Moveos! —tronó una voz, y Sakura vislumbró a dos jinetes armados en el extremo del estrecho terraplén. Sujetaban a sus monturas y los apremiaban a aproximarse—. ¡Vamos, moveos! —Gritó uno de ellos de nuevo—. Dejad libre el paso, condenados.


El miedo a que los echaran por el despeñadero le devolvió la fuerza y avanzó lo más rápido que pudo. Sin embargo, los jinetes aguardaron y, en cuanto las gentes lo hubieron cruzado, galoparon por la estrecha franja como si tuviese varias leguas de ancho.


Al ver su apremio, Sakura se animó. El castillo de Cleeve no podía ser tan malo si unos soldados con una misión importante vaci­laban a la hora de echarse encima de unos campesinos y matarlos. Los castillos adquirían el carácter de su señor.


Abordaron a los guardias, que los escudriñaron con gran interés.


— ¿Qué os trae por aquí?


Siward miró a Sakura, pidiéndole instrucciones mudas. Ella pensaba entrar, anunciar su identidad y pedir la ayuda de lord Sasuke. Ahora que deseaba conservar el anonimato, ¿qué razón podía dar para su presencia?


—Hemos venido a pedir justicia, señor —murmuró con un fuerte acento—. A pedírsela a lord Sasuke.


Un guardia se frotó la nariz.


—Has llegado en mal momento, mujer. El amo está bastante ocupado.


—Cierto —lo apoyó el otro con una sonrisa traviesa—, pero está repartiendo justicia.


Los dos soltaron una grosera carcajada y la idea que se había hecho Sakura acerca del castillo cambió. Sintió ganas de huir, pero los guardias les cedieron el paso con un gesto de la mano.


—Pasad. Puede que encuentre tiempo para oír vuestra petición. Esperad a la derecha del cuerpo de guardia.


En la cabeza de Sakura el «esperad» se convirtió en «descan­sad». Obligó a sus doloridos pies a avanzar por el largo y oscuro pasadizo hacia el bullicioso centro de la muralla, una imagen enmar­cada por el arco del sol vespertino.


Al entrar, se encontraron en medio de un tremendo jaleo. Un reducido ejército vestido de gris se arremolinaba en el patio, junto con caballos, perros, halcones y diversos tipos de ganado. No cabía duda: lord Sasuke estaba ocupado. A Sakura casi le daba igual. Encontró un trozo de muro disponible, soltó su fardo y se dejó caer encima de él produciendo un ruido sordo. Se observó los pies y se preguntó si le iría mejor o peor quitarse las vendas y las espar­teñas.


— ¿Qué queréis hacer ahora? —cuchicheó Siward, de pie, aún encorvado, a su lado.


«No volver a moverme», pensó Sakura. Sin embargo, ella era Sakura de Carrisford y su gente dependía de ella. Debía actuar. Pero, ¡Santo Dios!, que le otorgaran unos minutos para pensar y descansar.


—Tantear el lugar —respondió en igual tono. Su instinto aún le advertía de un posible peligro, aunque no entendía por qué—. ¿Crees que podríamos llegar a Londres con este disfraz?


Siward la miró de soslayo.


—Sería muy aventurado, milady. Los forasteros desprotegidos corren siempre peligro y éstos son tiempos arriesgados. ¿Podríais caminar semejante distancia?


—Podría —se quejó Sakura—, con el calzado adecuado.

 


—Los campesinos muertos de hambre no llevan calzado decente —replicó Siward.


Sakura guardó silencio y se centró en captar el sentido de la escena que la rodeaba.


Cargaban caballos; llevaban armas de un lado para otro. Se nota­ba que se preparaban para un viaje, para una guerra. ¿Acaso el duque Roberto había vuelto a invadir Inglaterra? Puesto que Sabuza y Kisame apoyaban con sus ejércitos al duque Roberto, el asalto al castillo de Carrisford podía formar parte de un plan más extenso.


Además de estos indicios, le llegaba el clamor de un herrero, sin duda muy ocupado arreglando espadas y cotas de malla.


Por otro lado, se decía que el rey pretendía castigar a los que lo traicionaban y tal vez Sasuke, fiel al rey, estuviese preparando una expedición castigadora.


¿Contra Kisame y Sabuza?


Ensordecía el alboroto de personas y animales, pero otro ruido empezaba a destacar: unos gritos repetitivos. El recuerdo de Janine estalló en la cabeza de Sakura, que se apoyó sobre el bastón y se puso en pie. ¿Estaría presenciando otra violación?


No, nunca más, por favor.


La multitud se desplazó y Sakura identificó la fuente del ruido:


Un hombre, atado a un poste y otro, blandiendo un largo látigo.


Se trataba de una flagelación. Varios soldados la observaban, rígidos, si bien la mayoría de las gentes casi no hacía caso.


¿Sería una práctica común aquí?


Cada vez que el látigo hacía contacto con la piel de la víctima, ésta dejaba escapar un grito ronco y gutural. A Sakura la asombró que siguiera consciente: tenía la espalda tan ensangrentada que ya no se distinguían los diferentes verdugones.


El que blandía el látigo iba, como su víctima, desnudo de cintu­ra para arriba. La joven reparó en que los duros y moldeados músculos se flexionaban cada vez que dejaba caer el látigo.


El hombre se detuvo.


Permaneció quieto, cual un aristócrata frente a un espectáculo, mientras desataban al atormentado, se lo llevaban a rastras y ataban al poste a otro sobrecogido hombre. El sol dejó atrás una torre y la esce­na, que hasta entonces se desarrollaba bajo la sombra, adquirió un aspecto grotescamente dorado. El cuerpo del hombre del látigo pare­cía hecho de oro y el sol arrancaba reflejos rojos a su cabello negro.


Y empezó de nuevo el suave subir y bajar del sangriento látigo.


Con los primeros latigazos, la víctima se limitó a convulsionarse ligeramente, pero después se oyeron de nuevo los gritos de dolor, más fuertes en esta ocasión. Cada latigazo formaba un claro ver­dugón.


Sakura le dio la espalda y bregó contra el impulso de vomitar.


Esto era el infierno en la Tierra, no un lugar en el que pedir auxilio.


—Nos vamos —afirmó.


— ¿Qué? ¿Por qué?


—Este lugar es tan malo como el castillo de Kisame.


Siward la asió del brazo.


— ¿Qué? ¿Por una flagelación? Vuestro padre hizo flagelar a numerosos hombres, pero vos no lo visteis.


—No con tanta saña —protestó Sakura.


—A veces, sí. Os protegió demasiado, milady. Antes de juzgar, averiguad lo que han hecho estos hombres. —Llamó a un criado que pasaba a su lado repartiendo bandejas de cerveza—. ¡Eh, amigo! A alguien le están dando un buen castigo. ¿Qué ha hecho?

 


—Agarró una buena borrachera. Por aquí existe una sola causa, abuelo —replicó el joven con una sonrisa traviesa— No cumplir las órdenes del amo. —Dicho esto, se apresuró a continuar con su cometido.


— ¡Por una borrachera! —Se indignó Sakura—. ¿Está haciendo que casi maten a un hombre por haberse embriagado?


Siward se encogió de hombros.


—Os dije que Sasuke era un señor con mano firme y esto lo demuestra. La bebida puede causar muchos problemas. Estarías loca si os marcharas de aquí por una simple cuestión de justicia férrea. Al fin y al cabo, no es muy probable que os haga flagelar a vos. —Al ver que ella no estaba de acuerdo, Siward meneó la cabe­za—. Al menos esperad hasta mañana, milady, hasta haber visto al lord en persona. Sería una locura irnos en plena oscuridad y sin haber dormido.


Sakura se derrumbó nuevamente sobre el fardo, demasiado exhausta, lo sabía, para ir a ningún otro sitio.


¿De verdad habría ordenado su padre que se practicaran seme­jantes castigos? Se figuró que sí, pero nunca donde ella pudiera ver­los. El mundo de Sakura era pacífico, civilizado, un lugar donde a los guardias no les hacía falta usar las armas, donde a las personas se las recibía con sonrisas y cortesía, donde la justicia era comedida y comprensiva.


Ese era el mundo que su padre le había creado y ahora se perca­taba de que no era sino una ilusión. De Carrisford salían hombres hacia la guerra, pero, más que formar parte de una expedición mili­tar parecían desfilar. A los heridos, según recordó en ese momento, los cuidaban en la enfermería que su padre financiaba en el monasterio de la zona. Lo peor que Sakura veía eran las cicatrices curadas de la guerra, una que otra extremidad de menos o un ojo con parche.


La criaron para cumplir los deberes de una dama, miembro de la nobleza, para cuidar a enfermos y heridos, pero estos cuidados se limitaban a heridas leves y a las enfermedades que no pudieran per­judicarla.

Regresar al índiceCapítulo 4 by agathha
Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Author's Notes:

Esta historia es una adaptación del libro homónimo de Jo Beverley

 

Los personajes de Naruto pertenecen a Masashi Kishimoto

Su vida en el castillo de Carrisford era idílica, sí, pero era una ilu­sión. Lo de ahora —Kisame y el castillo de Cleeve— constituía la realidad.


Su encantadora infancia no podía haberla preparado para lo que estaba experimentando. Siward tenía razón. Lo menos que podía hacer era aguardar y escuchar; averiguar qué clase de hombre era el tal Sasuke, el Bastardo.


El descarado jovencito que llevaba las cervezas se abría paso a codazos de vuelta hacia la cervecería. Se detuvo.


—Tomad —Les entregó una jarra medio vacía y prosiguió su camino.


Siward lo bendijo en voz alta y le pasó la jarra a Sakura, quien tomó un largo trago para mitigar la sequedad de su garganta, dema­siado sedienta para preocuparse por si alguien había bebido ya del recipiente. Otro punto a favor del castillo de Sasuke. Dio el resto a Siward, que lo apuró con un gruñido de satisfacción y se secó los labios con la manga sucia.

 


Sakura se imaginó que debía imitarlo y lo hizo con cierto rece­lo, sin apenas tocarse los labios con la tela. No era capaz de identifi­car los hedores que emanaba ni le apetecía indagar al respecto. Se maldijo por mimada. ¿Qué importaban un poco de mugre y males­tar cuando peligraba el futuro de su gente?


Se levantó a duras penas y gimió por lo bajo cuando sus piernas cargaron con el peso de su cuerpo. Cogió con presteza el bastón. Tenía la impresión de que, en lugar de atenuarlo, el descanso había intensificado el dolor. Se podría decir que unos carbones ardientes le pre­sionaban los pies y sentía punzadas en todas y cada una de las partes del cuerpo.


—Qué suerte que se supone que tengo que cojear —masculló al alcanzar una posición casi recta—. Veamos lo que podemos descubrir.


Siward miró sus pies y, horrorizado, farfulló una palabrota.


—Milady, no deberíais...


—Hemos de salvar Carrisford —respondió ella en tono resuelto—. Mis pies no están tan mal y cuanto más pronto se acaben mis recelos acerca de pedirle ayuda a Sasuke, tanto más pronto podré descartar el disfraz.


Empezaron a dar vueltas en torno al atestado patio; se mantu­vieron muy cerca del muro, donde corrían menos peligro de ser arrollados por un caballo o un criado apresurado. Aún así, tuvieron que pararse varias veces, para dar paso al constante ir y venir desde los huecos en el muro que hacían las veces de almacenes y despensas.


Sakura comenzó a animarse al fijarse en el buen humor que rei­naba en la atareada muchedumbre. Se oían palabrotas y gritos para que despejaran el camino, pero la gente solía dar paso y las guasas abundaban tanto como los insultos. Un ligero cambio en el paisaje alertó a Sakura. Miró el poste de flagelación: se encontraba vacío; ya no quedaban señales del castigado ni de su castigador. Gracias a Dios.


Un aroma le llamó la atención y sintió un retortijón. Alguien estaba horneando pan. Le rugió el estómago, recordándole que lo único que le había aportado en más de veinticuatro horas era agua y un trago de cerveza. No era de sorprender, se dijo, que estuviese actuando como una debilucha.


— ¿Podemos pedir un poco? —le susurró a Siward, casi sin creerse la desesperación con que anhelaba un mero pedazo.


—No pasa nada con preguntar.


Siward se dirigió hacia la puerta del horno. Sakura echó una ojeada al interior y distinguió al panadero y sus hombres. Escasamente ataviados con taparrabos, por el calor intenso, intro­ducían en los hornos de piedra paladas enteras de barras de pan.


— ¿Tenéis algún mendrugo para los pobres? —gimoteó Siward.


El panadero alzó la mirada y asintió, escuetamente. Un jovenci­to recogió una barra que había caído al suelo y la arrojó a Sakura y Siward. Éste la atrapó y los bendijo en voz alta, mientras se refugia­ban en la frescura de la muralla exterior. Al abrirse paso a codazos hacia un rincón tranquilo, Sakura sintió que algo iba mal. Soltó un chillido y se aferró a la base de la tripa artificial: las vendas se le esta­ban aflojando y la tripa se estaba cayendo.

 


Una mujer de mediana edad se le aproximó de inmediato.


— ¿Es un dolor? ¿Vas a salir de cuentas?


Sakura meneó la cabeza, desesperada.


—No, no, faltan semanas.


—Eso me pareció. Probablemente te haya dado una patada rara. ¿De dónde eres, querida?


Como tenía que sostener la pesada tripa artificial para que no se le ladeara, Sakura pidió a Siward, con una mirada frenética, que contestara por ella.


Éste se hizo el lerdo, dio un gran mordisco al pan, con lo cual a Sakura se le hizo la boca agua y acabó por murmurar:


—Tatridge —una aldea que hacía frontera con los dominios de Carrisford, Warbrick y Cleeve.


—Entonces, no me extraña que estéis huyendo, con las cosas como están... —La mujer se interrumpió y aguzó el oído. Sin duda uno de los gritos era para ella—. Tengo que irme. Tú, encuentra un lugar donde sentarte, querida. —Dicho esto, se marchó a toda prisa.


Siward le pasó de inmediato la barra de pan a Sakura, que le dio un enorme mordisco. Se le antojó delicioso, recién salido del horno y aún calentito. La consistencia ligeramente arenisca que se le había pegado del suelo no le molestó en absoluto.


—Se me están aflojando los trapos con que llevo atada la tripa —farfulló con la boca llena.


— ¿Por qué no dejar que se caiga? —Inquirió Siward—. Ya nos ha servido para lo que tenía que servir.


Sakura negó mientras tragaba. No le había contado a Siward todo el plan que había ideado al disfrazarse de embarazada. Le daría un ata­que que lady Carrisford se presentara en ese estado y sin marido.


—Nos han visto demasiadas personas. Si queremos irnos sin hablar con Sasuke más vale que no llamemos la atención.


Hizo acopio de toda su fuerza de voluntad y le pasó el resto del pan a Siward, mas éste lo rechazó.


—Acabadlo. Yo ya he comido suficiente.


Sin duda mentía, pero Sakura se encontró incapaz de protestar, se acomodó y disfrutó del festín.


—He de decir que eso de aferraras a la tripa pareció muy real —comentó Siward—. Yo mismo casi esperaba ver salir un bebé de un momento a otro. Pero más vale que no sigáis haciéndolo, o se presentará la partera. Venid por aquí, a ver qué puedo hacer.


Sakura se apretujó en un sombreado rincón, medio oculta por unas pacas de heno y Siward rebuscó debajo de la parte trasera de su falda e intentó remeter los extremos de la tela. Sakura clavó la vista en el cielo tratando de ocultar el bochorno que experimentaba.


—Oye, tú, sátiro —le gritó un corpulento soldado que cargaba un montón de picas como si fuesen palillos—. ¡Menudo viejo verde estás hecho! Cualquiera puede ver que ya has sembrado en tu mujer. ¿No puedes esperar hasta la noche para ararla? —Soltó unas carca­jadas y cuantos estaban al alcance echaron una ojeada y se rieron socarronamente.


Siward soltó una palabrota por lo bajo y Sakura, sonrojada, se tapó la cara.

 


—No me quedan tantos años —respondió Siward en tono afa­ble—. ¡Tengo que aprovechar todas las oportunidades!


Se produjo una ráfaga de risas entre el gentío.


—Pues entonces me alegro que hayas traído a la tuya. ¡Ya no hay demasiadas mujeres por aquí y seguro que las agotas a todas en una noche!


El soldado siguió su camino, todavía risueño. Los demás se desentendieron de ellos y continuaron con sus quehaceres.


Sakura dio media vuelta y descansó la cabeza en el fresco muro de piedra. La situación empeoraba por momentos.


— ¿Crees que podríamos encontrar un lugar tranquilo y esperar donde nadie se entere de que estamos aquí? —preguntó con un hili­llo de voz.


—Vamos —dijo Siward.


Aunque intentaba consolarla, ella percibió el deje divertido de su voz. Todos creían que habían estado... Y a nadie le pareció mal, sino meramente juguetón.


Se preguntó si no estaba hecha para un convento, como sugirie­ra el capellán de Carrisford, Wulfgan. En los días posteriores a la muerte del padre de la joven, el cura no dejó de enumerarle las vir­tudes de la vida religiosa. En su momento, los alegatos de que una vida de penitencia y oraciones constituía el camino más seguro hacia la dicha eterna no la convencieron, pero ahora les veía una gran ventaja: si entraba en un convento, no tendría que casarse y ningún hombre la manosearía.


Nunca acabaría como... Janine.


Cojeó detrás de Siward. Tampoco podía evitar pensar que en el claustro tendría zapatos buenos y ropa limpia, comida a horas regu­lares y algunos de los lujos de la vida: música y libros. La cuidarían y no tendría que arriesgarse porque de ella dependieran otras per­sonas.


«COBARDE LLORONA —se reprendió, y se obligó a andar un poco más rápido pese al dolor—. Te deleitaba ser Sakura de Carrisford cuando lo único que se requería de ti era que te divirtieras. Ahora te exige trabajo y sacrificio y tú te echas para atrás. Todo Carrisford depende de ti y tú sólo piensas en tu comodidad. Ha llegado la hora de probar que eres digna de tu padre. Aunque fue un hombre amable y civilizado, Bernardo de Carrisford era valiente y cuidaba de los suyos. Éstos estaban seguros bajo su gobierno. Como hija suya, no puedes ser menos.»


Con esto, se reafirmó en su resolución.


Primero debía recuperar su castillo y desquitarse de Kisame por sus actos.


Luego, debía encontrar a un hombre tan bueno y fuerte como su padre y casarse con él, para que nunca más sucediera lo que acababa de ocurrir.


Finalmente, decidió de mala gana, debía aguantar las cosas repe­lentes que los hombres hacían a las mujeres para engendrar hijos. A estos últimos los criaría para que fueran buenos y fuertes como su padre, el de la propia Sakura, de modo que sus gentes estuvieran bien cuidadas, generación tras generación.


La sacó de estas elevadas ensoñaciones el darse cuenta de que su «bebé» estaba ladeado. Como no soportaba la idea de pedirle a Siward que volviera a toquetear las tiras, empujó la tripa artificial hacia arriba con la mano derecha; con la esperanza de haberla equi­librado, mantuvo la mano allí.

 


Nada más hallar lo que parecía un rincón tranquilo con unas cajas sobre las que podrían sentarse, una voz gritó:


— ¡Eh, tú, abuelo!


Se volvieron.


Era el corpulento guardia de la entrada.


— ¿Qué hacéis, merodeando por ahí? ¿No os dije que esperarais quietecitos? Lord Sasuke está preparado para recibiros.


Sakura lanzó a Siward una mirada de espanto. No habían teni­do la oportunidad de hacer preguntas, de averiguar cómo era real­mente el señor del castillo.


Siward le rodeó los hombros con un brazo.


—Mi esposa no se siente bien...


—El amo quiere veros —declaró el guarda—. Puede ponerse enferma luego.


Al ver que vacilaban, los asió de los brazos y los arrastró. Caminaba a tal velocidad que a Sakura le dolió cada parte del cuer­po y soltó un grito.


—Nada de eso, mujer —gruñó el guardia—. Empezáis a darme mala espina. Queríais pedirle justicia al señor de Cleeve, pues por Dios que la obtendréis.

Regresar al índiceCapítulo 5 by agathha

Sakura avanzó, trastabillando, aferrada a la tripa artificial y mor­diéndose los labios para no gemir.


—Harry, ¿qué haces?


El guardia se paró, como si se hubiese topado con una pared. Su voz perdió toda fanfarronería.


—Os traigo a estos campesinos, milord. Los que os mencioné.


Sakura alzó la mirada y se le heló el corazón.


Era el hombre del látigo.


No cabía duda, por más que el pecho desnudo estuviera cubier­to por una camisa oscura; aunque vistiera de manera sencilla, con un cinturón de cuero tachonado y una funda para puñal como únicos adornos, su aire de autoridad resultaba inconfundible. Tenía que ser el mismísimo Sasuke, el Bastardo.


¿Azotaba a sus propios malhechores?, pensó Sakura, horrori­zada, y dio un instintivo paso atrás.


A simple vista, no había nada que temer. Era un hombre limpio, de buen ver y civilizado, de rasgos delicados y enjutos, de ojos negros profundos que en una mujer se describirían como hermosos; el cabello oscuro le caía hasta los hombros siguiendo la última moda que tanto deploraba el padre de Sakura. Alto, de hombros anchos y piernas fuertes, su complexión más bien delgada contras­taba con la amenazadora brutalidad de ciertos guerreros. No se parecía en nada a Kisame.


Entonces, ¿por qué a Sakura le latía a tal velocidad el corazón? ¿Por qué tenía la garganta tan cerrada que se sentía incapaz de hablar? ¿Por qué el instinto le exigía que huyera?


Tal vez por la frialdad de aquellos ojos tan llamativos. Se podría decir que con la rápida ojeada que le echaron le vieron el alma y no les gustó lo que percibían. Sasuke miró al guardia, cuya mano Sakura sintió temblar antes de soltarla. Un simple gesto de la cabe­za de su señor y Harry se marchó.


Sasuke, el Bastardo, se sentó en un barril y levantó una rodi­lla sobre la cual apoyó un brazo.


—Habéis venido a pedir justicia. Exponed vuestro caso. No ten­go mucho tiempo.


Su voz era enérgica e impersonal, algo que alegró a Sakura. Lo último que uno querría sería atraer la atención de semejante hombre.


A Sakura se le atascó la voz. ¿Qué podía decir que los sacara de inmediato del castillo de Cleeve?


Nervioso, Siward llenó el silencio.


—Nos echaron de nuestra propiedad, milord. Lo hizo lord Kisame.


Sakura percibió un destello de interés en los ojos de Sasuke al oír el nombre. Recordó que habían venido porque Sasuke y Kisame eran viejos enemigos, que venían en busca de venganza. Y eso no había cambiado. ¿Cómo podía acobardarse sólo porque Sasuke era un hombre implacable? Lo que ella buscaba era un defensor, no un trovador, y Sasuke se le antojó justo la clase de persona capaz de ayudarla a recuperar su castillo. El que la hiciera estremecer no venía al caso.


— ¿Dónde estaba esta propiedad? —inquirió el objeto de sus lucubraciones.


Siward pidió auxilio a Sakura con los ojos, pero la mente de ésta se había quedado en blanco.


—Tatridge —contestó por fin Siward.

La flor del Oeste by agathha

La flor del Oeste by agathha

El mundo placentero de Sakura, hija del señor de Carrisford, se desmorona una noche cuando la violencia y la muerte irrumpen en su castillo. La flor del Oeste

fanfic

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2024-10-29

 

La flor del Oeste by agathha
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